La transformación por la que atraviesa el mundo actual y el carácter incierto de los acontecimientos que se suceden, generan un cuadro que suscita entre investigadores e intelectuales los caracteres propios de una contienda. Así es que se aprecian visiones que se debaten entre la apología ingenua y el desasosiego de la denuncia enconada. Nuestra época de transformaciones también es el escenario de tragedias indescifrables, de creaciones inesperadas cada vez más intangibles y evanescentes. Como lo señalara Ernesto Samper lo que hoy se llama globalización, no constituye un escenario en el sentido de un argumento bien concatenado de sucesos y estrategias, sino, por el contrario, un locus en cuya superficie se desarrolla un avance incierto hacia un orden nuevo en las relaciones interplanetarias, distinto del que caracterizó a la Guerra Fría.
Como ha sucedido en otros periodos de la historia contemporánea es hacia la educación donde primero se dirigen los propósitos de transformación socioeconómica de los países. Así, los cambios experimentados por nuestras sociedades donde el conocimiento, la información y la comunicación se han vuelto centrales, proyectan nuevos desafíos a la educación. Sin embargo, es la educación desde un núcleo teórico bien estructurado la que debe abordar sus propias problemáticas y no actuar de manera simplemente funcional a los cambios que se desarrollan a su alrededor. Y tal núcleo teórico se enfrenta hoy al dominante de pensar la situación actual de una cultura, economía y sociedad diferentes.
Es por ello, uno de los aspectos centrales que encierra reflexionar es la nueva configuración ofrecida por la función cultural que cumple la educación, en tanto hoy rige sobre ella el imperativo de dirigir la educación hacia el conocimiento. Un conocimiento que es preciso diferenciar de una amplia variedad de capacidades de acceso, procesamiento y recopilación de información de los que provee actualmente la psicología educativa, así como de las habilidades operativas específicas que interesan a la producción económica. Ambas aproximaciones tienden a separar al conocimiento y a la educación del rol que juegan en la cultura y sociedad actuales y a los que cabe el rol de una formación ciudadana capaz de integrar al cuerpo social.
Algunos planteamientos apuntan en una dirección similar al reconocer que el imperativo económico de formación para el trabajo carece de fundamento sin la debida formación ética de los futuros ciudadanos, quienes habrá de juzgar y de decidir acerca de los rumbos adoptados en el pasado y a seguir en el futuro por las economías nacionales. Un sistema educativo abocado a la transformación económica de un país que no provea de la formación suficiente para que sean los diversos espacios sociales y culturales pertenecientes a un país los que decidan acerca de la transformación de los sistemas educativo y económico, es un sistema que opera de modo tecnocrático sin dotar a la educación de un rol claro en lo cívico, lo social y lo cultural.
Los efectos de ello no impactan sólo sobre lo económico, puesto que amenazan también a la gobernabilidad, la equidad y la integración social. En la educación, planteamientos como el anterior, ven la necesidad de apuntar no sólo hacia un desarrollo económico, sino que precisamente para dar sustentabilidad social al mismo, que éste se vea acompañado por un desarrollo en la creación de redes de participación ciudadana y en una integración social equitativa. Ello involucra poner el acento en modalidades eficientes de descentralización del sistema educativo que permitan una efectiva democratización del sector, la implementación de políticas de discriminación positiva que sienten las bases para una equidad en el acceso social a la educación y una formación docente capaz de dar efectivo sustento a las reformas educativas implicadas.
A pesar de los ya mencionados esfuerzos teóricos por establecer una deontología que satisfaga las necesidades actuales, el relativismo moral ha atravesado de tal manera en nuestra sociedad, que todas las profesiones han sufrido un deterioro ético que enflaquece el correcto desempeño. Es la advertencia que el propio Altarejos nos hace en su texto y que debe ser llevada inmediatamente al plano de la labor educativa que es, sin duda, uno de los ámbitos que entraña mayor exigencia ética de parte de la sociedad, como lo experimentan otras profesiones de alto impacto en la comunidad. “Todo acto de enseñanza es intrínsecamente ético”, por tanto cada acto o discurso del docente debe procurar el beneficio de sus estudiantes.
Su responsabilidad es tal, que no puede suspender su actividad ni callar utilizando determinadas justificaciones para no caer en falta ética, como lo puede hacer un profesional de otra área. La docencia lleva consigo una práctica ética que comporta destrezas y metodologías didácticas, de ahí que su comportamiento ético también debe dar paso a la formación ética de los estudiantes. La docencia posee una “configuración radicalmente moral” que le da a su ética profesional un sentido propio, diverso y más sustantivo que el de otras profesiones.
Lastimosamente, la docencia ha tenido que enfrentarse a problemas adjuntos que le han dificultado centrarse en su sola labor educativa. Desde hace mucho tiempo, la profesión docente ha sufrido un “deterioro social” que le ha hecho perder el prestigio de antaño, y del cual gozan otras profesiones cada vez más justificadas. Hoy se hace necesario contribuir al aumento del prestigio profesional de los docentes, el cual debe ir de la mano con el desarrollo de un compromiso moral del profesorado que incorpore el debido servicio a los educandos y la exigencia de un constante perfeccionamiento.
El docente debe consolidar un modo de ser propio configurado por virtudes profesionales, es decir, capacidades que destaquen su profesionalidad. Un aspecto importante para contribuir con los fines enunciados, es la necesidad de seguir investigando en el campo de la ética docente pues, como en el caso de los contenidos factibles de entregar a los estudiantes, el material puede ser abundante pero no ha logrado resultados satisfactorios. La búsqueda debe llegar incluso más allá de la actividad de los profesores, pues la enseñanza es núcleo común de muchas otras actividades vinculadas a la docencia. La importancia de una permanente interiorización y producción de este tipo de contenidos radica en que un carácter esencial de la profesionalización puede llegar a ser la capacidad investigativa.
La labor profesional docente es también cooperación, por ello debe ser asumida como ruta privilegiada para la necesaria re-humanización de nuestras comunidades. Asumir este reto como parte de la llamada “vocación” significa encarnar una ética facilitadora del encuentro entre iguales, encaminada a una legítima y democrática exploración de los intereses compartidos, inscritos en las necesidades de las personas y los pueblos; congruentes, además, con la exigencia de ampliar los horizontes del respeto a todos y cada uno de los seres humanos. Requerimos de una re-conversión de hombres y mujeres en ciudadanos y ciudadanas consientes, libres y responsables, plenamente partícipes de los procesos de socialización cultural, política, económica, etc. Cada uno debe sentirse parte de aquella comunidad histórica concreta en que ha surgido y en que se ha forjado con una idiosincrasia propia.
El desafío de los profesores no es sólo transmitir conocimiento, su profesión conlleva un desafío de enorme resultado moral: formar hombres y mujeres libres capaces de autonomía moral, pero también felices y en constante relación constructiva con los demás. Porque aunque la ética es en sí misma primariamente personal, esta primacía no conlleva una indiferencia hacia una ética social. En esta doble perspectiva, estrechamente ligada a la educación en valores, es donde deben situarse los cometidos sociales de la profesión docente. Porque en ellos se asienta mucho de lo que justifica su presencia y relevancia en la vida de cada individuo, asociada a la prestación de un servicio público, con proyección y vocación públicas. Y esto no puede hacerse de cualquier manera. De ahí la insistencia en forjar una verdadera formación ética de carácter social, que inscriba el trabajo de los profesores en la senda de los intereses comunes de la sociedad.