En la educación, las teorías tecnológicas son aquellas hipótesis que con pretensiones pragmáticas buscan sistematizar ordenadamente las acciones educativas, con la finalidad de controlar y mejorar, dentro de los propios límites la complejidad de nuestro campo de actuación, los procesos de enseñanza y aprendizaje. Las actuaciones tecnológicas implican una triple racionalidad: epistémica (ciencia), instrumental (técnica) y práctico-prudencial (ética).
Por lo general, desde posicionamientos clásicos “modernidad”, se ha entendido que la ciencia se orienta hacia la desprendida búsqueda del conocimiento, mientras que la tecnología lo haría hacia la interesada resolución de problemas prácticos; desde esta perspectiva, si la ciencia se enmarca en el plano del saber, la tecnología lo haría en el del hacer. Actualmente “postmodernidad”, esta dualización de intereses se nos sospecha anacrónica, pues las razones en ambos sistemas son de índole teórico-práctica (saber y saber para hacer), lo cual hace que los intereses del saber científico y los del saber tecnológico se superpongan y confundan.
Al tratar de entender, que tanto la ciencia como la tecnología encuentran su identidad y razón de ser en el conocimiento para la acción, por lo cual la demarcación entre una y otra tan sólo puede llevarse a cabo si tomamos como referencia las finalidades y racionalidades que ambas ponen en juego. En este sentido, N. Reschner nos dice que “la racionalidad consiste en la inteligente persecución de fines adecuados, es decir, en armonizar, eficaz y eficientemente, la teoría con la práctica”. Además, debemos decir que, en el campo de lo humano y social, y en particular en el de la educación, la efectividad en la aplicación de los conocimientos que generan las tecnologías humanas ya no puede ni debe evaluarse, debido a la gran dificultad para predecir con fiabilidad las transformaciones y cambios que se producen en estos ámbitos, bajo los presupuestos clásicos de la ciencia, es decir, en función del mayor o menor grado de exactitud científica, sino por sus posibilidades de moverse con rigidez en contextos complejos e inciertos.
Si aplicamos como criterio de demarcación la forma en la que operan el conocimiento científico y el tecnológico, podemos decir que la ciencia actúa a través de la teoría, mientras que la tecnología lo hace por medio del modelo para la predicción de acontecimientos. En la ciencia el conocimiento busca explicar o describir la constitución de la realidad que se trabaja o estudia, mientras que en la tecnología se busca, por una parte, la producción de alternativas de solución que nos permitan resolver problemas prácticos por medio del diseño y control de los procedimientos que hagan eficaces y eficientes nuestras actuaciones; y, por otra parte, la reflexión teórica sobre los problemas que los procedimientos técnicos quieren resolver.
La teoría intenta aproximarse a la realidad con el máximo rigor posible, mostrándonos la causalidad subyacente a la fenomenología situacional que es compleja. Precisamente en este sentido, el autor Novak, ya nos avisa que la construcción del conocimiento es también un producto complejo para establecer significados de los contextos culturales y sociales, de los cambios evolutivos que se producen en las estructuras de este conocimiento, y de los medios de adquisición y de transmisión de dicho conocimiento. Por su parte, los modelos nos informan de la manera en que es más pertinente intervenir en dicha realidad para satisfacer los objetivos propuestos, es decir, la manera como debemos articular el conjunto de medios puestos en juego para que la acción resulte eficaz.
Ahora bien, separar la ciencia de la tecnología presume desconocer, por una parte, el hecho de que el conocimiento tecnológico consigna, en última instancia, a un sistema simbólico, es decir, a un mundo paradigmático en el que se mueven libremente los hombres por lo que, en la práctica, la racionalidad tecnológica (técnica y ética) remite, a su vez, a una comunidad simbólico-cultural con capacidad, no sólo de representar conceptualmente la realidad, sino también de reflexionar sobre ella (comprenderla y criticarla), por lo cual este tipo de racionalidad asumiría, de hecho, la propia racionalidad de la ciencia.
La racionalidad de la ciencia, paralelamente, también consigna a la racionalidad tecnológica, ya que el conocimiento teórico de la realidad también posee una dimensión práctica al incidir directamente en la visión que el sujeto tiene de la realidad y, por consiguiente, en sus posibilidades de actuar en ella. Uno de los criterios de racionalidad en los que se apoyan los sistemas tecnológicos para su estructuración es, precisamente, el criterio de innovación-cambio-movimiento-dinamicidad y, con él, el criterio de capacidad de control de la realidad con la finalidad de conducir los cambios en la dirección deseada. Este criterio, por lo tanto, no se diferencia mucho del que utiliza la ciencia para determinar su racionalidad, pues la racionalidad científica no consiste en acumular por acumular conocimientos, sino en modificar y mejorar dichos conocimientos para ser útiles, es decir, para mejorar la propia realidad, con lo cual el acercamiento entre la ciencia y la tecnología para innovar e intervenir en la realidad es más que evidente.
Desde el punto de vista educacional, lo que más me interesa hacer notar es el plano teórico, desvinculándolo de la acción práctica, lo cual es, al menos, un contrasentido: lo científico y lo tecnológico representan las dos caras de una misma moneda, dos formas complementarias que se reclaman mutuamente para conocer e intervenir en la realidad con la finalidad de mejorarla, de optimizarla, de hacerla más valiosa. Según el autor Hottois,” La ciencia ya no puede seguir siendo concebida como una simple y exclusiva actividad teórica, sino eminentemente práctica, funcional, útil, pragmática e intervencionista, estrechamente ligada a la realidad social y cultural en la que se desarrolla y en la que debe incidir positivamente”.