La investigación sobre la vida en las aulas, hasta hace poco oscilaba entre el análisis del modo en que la institución educativa ayuda a enseñar algunas ideologías y a transmitir el conocimiento genuino y el estudio de los procesos cognitivos implicados en la adquisición de los aprendizajes y por tanto en el diseño de los distintos métodos de enseñanza. Justamente, mientras la sociología crítica instaba en el estudio de las formas en que la institución educativa contribuye a la selección y a la transmisión de determinados saberes, creencias y maneras de entender e interpretar el mundo, la psicología se interesaba por las estrategias que estudiantes expanden con el fin de apropiarse de los conocimientos que la institución educativa enseña y así sugerir algunas orientaciones didácticas que fueran útiles en los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Hoy en día, el punto comienza a ponerse no sólo en las estructuras sociales o en la mente de las personas, sino también, en lo que las personas hacen y dicen en las aulas. La vida en las aulas se reconcilia así en un ámbito preferente de observación y de análisis: el aula ya no es sólo el escenario físico del aprendizaje escolar, sino que además ese escenario comunicativo donde se habla y se escucha, donde se lee y se escribe, donde unos se divierten y otros se aburren, donde se hacen amigos y enemigos, donde se aprenden algunas destrezas, hábitos y conceptos a la vez que se olvidan otras muchas cosas.
Como comenta Philip W. Jackson, “cualquiera que haya enseñado alguna vez sabe que el aula es un lugar activo, aunque no siempre parezca así (…). En un estudio sobre las aulas de primaria hemos descubierto que el profesor llega a tener hasta mil interacciones personales diarias. Un intento de catalogar los intercambios entre alumnos o los movimientos físicos de los miembros de la clase contribuiría, sin duda, a la impresión general de que la mayoría de las aulas, aunque aparentemente plácidas al contemplarlas a través de una ventana del pasillo, son más semejantes por su actividad a una colmena”.
En esos refugios que son las aulas para los estudiantes, no sólo están ahí en silencio esperando a ser enseñados, sino que también hablan, escuchan, leen, escriben y hacen algunas cosas con las palabras, y al hacer esas cosas con las palabras colaboran unos con otros en la construcción del conocimiento. Porque al hablar, al escuchar, al leer, al entender y al escribir intercambian significados, dialogan con las diversas formas de la cultura, obtienen las maneras de decir de las distintas disciplinas académicas, resuelven algunas tareas, y en ese intercambio comunicativo aprenden a orientar el pensamiento y las acciones, aprenden a regular la conducta personal y ajena, aprenden a conocer el entorno físico y social, aprenden, en fin, a poner en juego las estrategias de cooperación que hacen posible el intercambio comunicativo con las demás personas y la construcción de un conocimiento compartido del mundo.
Desde esta perspectiva, el currículo no es sólo una serie de finalidades y de contenidos debidamente seleccionados, es también hablar, escribir, leer libros, cooperar, enfadarse unos con otros, aprender qué decir a quién, cómo decirlo y cuándo callar, qué hacer y cómo interpretar lo que los demás dicen y hacen. Es esa acumulación de cosas que suceden en la vida de las aulas a todas horas y que quizá por demasiado obvias permanecen, con frecuencia, ocultas. Es el habla, es la lectura, es la escritura y son las formas de cooperación mediante las cuales quienes enseñan y quienes aprenden intercambian sus significados y se ponen de acuerdo en la construcción de los aprendizajes. De acuerdo a Lomas. El currículo es, en este sentido, un contexto de comunicación.
Idear la educación como un aprendizaje de la comunicación exige entender el aula como un escenario comunicativo donde los estudiantes cooperan en la construcción del sentido y donde se crean y se recrean textos de la más diversa índole e intención. Concebir la educación como un aprendizaje de la comunicación supone contribuir desde las aulas al dominio de las destrezas comunicativas más habituales en la vida de las personas (hablar y escuchar, leer, entender y escribir) y favorecer, en la medida de lo posible, la adquisición y el desarrollo de los conocimientos, de las habilidades y de las actitudes que hacen posible la competencia comunicativa de las personas.